Llevo todo: una pequeña mochila vacía, la correa del compañero perro y a la mayor. Se amontonan sus preguntas, acerca de gigantes y enanitos, y distraen nuestros pasos camino del pinar. La mayor se apoya en la fantasía y en un palo abastonado para seguir ascendiendo hacia la zona de sombra.

Le cuento, mientras dejamos a un lado el rocódromo, que no se puede encontrar a los enanitos cuando quieres. Son ellos quienes salen a tu encuentro si detectan que eres de fiar. Escogen a sus amigos con sumo cuidado. Mira esas botellas vacías y esa bolsa sin patatas. Dejan pistas de su presencia por todas partes.

Hoy aspiro a llegar con el compañero perro y con la mayor al cerro más alto del municipio. Pretendo que nos sentemos a escudriñar la torre del telégrafo, jugando a mezclar Historia y relato. La Historia se sitúa entre 1849 y 1855, cuando los torreros enviaban signos de telégrafo óptico a la siguiente torre de la línea. El relato, muy diferente, cuenta que el amigo gigante de papá reside allí años ha.

Tamaña fantasía salió de mi boca ayer, mientras veíamos la adaptación al cine del cuento de Roald Dahl.

-Yo también tengo un amigo gigante que vive en lo alto del pinar -solté.

De inmediato, la máquina de hacer preguntas a mi imaginación empezó a trabajar a destajo: cómo se llama, cómo es de alto, cómo de grande es su ropa, qué tamaño tienen sus platos, dónde vive, cómo cocina los pepinascos… La bola creció hasta el punto de querer acompañarnos en nuestro paseo matutino por el cerro.

A medida que el terreno se escarpa, mi sombra recuerda a la de Papá Noel, y la fantasía va adoptando sinuosamente la forma de una mentira. Más que el calor, la desesperanza seca la boca de la mayor. Sin agua y sin una huella de gigante, la misión parece destinada al fracaso.

Bajo la cabeza, me agacho y empiezo a recoger piñas del suelo. Le pido que haga lo mismo hasta que rebosen de la mochilita, pero ella desobedece.

Se niega a dar un paso más si no apago su sed. Ha encontrado una traviesa de madera sobre la que sentarse a quejarse ante una vista panorámica de Madrid. A sus seis años, sabe escoger el lugar en que ponerse a patalear.
El compañero perro también ha aprovechado la coyuntura para desplomarse. Mientras el interior de la pequeña mochila empieza a apiñarse, sus pies bailan sin tocar suelo, esperando a que escuche sus gimoteos.

-Así nunca vamos a llegar a la casa del gigante -le digo-. Nos queda mucho
por andar. ¿Ves la boina que hay sobre Madrid?

Ni ve la boina, ni ve el gigante. La mayor ha empezado a gruñir en serio. Más
allá de su sed no cabe absolutamente nada.

Espero a la calma dirigiendo mi mirada hacia las cuatro torres de Florentino Pérez, pensando en la censura sobre la obra de Roald Dahl, en la mentira y en la fantasía.

-Escucha, niña mayor: a cien pasos de aquí, junto a aquella pared tan alta donde van a escalar, hay una fuente. Si quieres, podemos ir hasta allí a refrescarnos.
Ha comprobado la mochila antes de bajarse. Tras asegurarse de que no tengo con qué traer agua fresca desde la fuente, se ha resignado. Una vez allí, instantes después de empaparse, me ha preguntado cuánto se tarda en llegar andando a las cuatro torres del hechicero.

-Está demasiado lejos, hija. -le he respondido.- Pero se puede ir en un tren directo que va por debajo del suelo.

Mientras presionamos el botón de reiniciar fantasía, veo asomar la mentira al fondo de la pantalla. Cuando vayamos hasta las cuatro torres de Plaza Castilla, procuraré volver a visitar los recuerdos de la calle Ailanto. Esta vez tendré que cargar el litro de agua y construir con detalle la descripción del hechicero, antes de descender las escaleras que conducen a la historia interminable de veinte estaciones de Metro.

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