Septiembre se despide con el anuncio de la retirada del director de cine Woody Allen, un creador personal que, a sus ochenta y siete años, y con casi cincuenta películas a su espalda, ha merecido el reconocimiento del público mundial, singularmente en Europa, donde su humor y su intelectualismo se han entendido siempre como una oposición divertida y crítica al vacuo mundo de acción y sentimentalidad del Hollywood más recalcitrante. Afilado y sagaz, nos ha brindado sobre todo la disección espléndida de una clase social, la alta burguesía neoyorquina de los últimos cincuenta años, cuyos amores adúlteros, trastornos psicológicos y profesiones liberales naufragan en un vaso de bourbon o en una novela a medio escribir.

Los medios de comunicación nos han ofrecido la noticia como quien oferta un quilo de pollo en bandeja de plástico, es decir, servida de manera fría y con fecha de caducidad, tal vez sopesando que será más efímera su actualidad que la del fallecimiento y entierro real de
Isabel II de Inglaterra. Y si a la monarca le han dedicado documentales y crónicas que han alabado su interminable reinado (pero esa es otra historia y debe ser contada en otra  ocasión), del director de «Interiores» no han faltado listas de lo más variadas con sus diez o veinte mejores películas según los críticos, concluyendo siempre en la genialidad de «Annie Hall» o la maestría de «Manhattan».

Los espectadores de sus filmes, no obstante, sentimos que hemos crecido, aprendido y madurado con él a lo largo de sus años de profesión, desde aquellas primeras producciones que tenían un humor provocativo («Toma el dinero y corre») hasta las que se han ido  tiñendo de nostalgia y nihilismo («Midnight in Paris»), de tal modo que su universo creativo nos ha nutrido con generosidad mientras tratábamos de vivir una existencia que fuera tan intensa como la del ama de casa que quiere huir de un matrimonio desgraciado en «La rosa púrpura del Cairo». Ese universo es, en muchas facetas, parte de nosotros y con su despedida sabemos que también perdemos algo nuestro.

En los últimos años su imagen artística se ha visto enturbiada por la exposición pública de su vida privada, a la que tan aficionada es la industria amarillista, cada vez más infiltrada en el mundo del entretenimiento por los magros dividendos que percibe de la exhibición de carne al peso, hasta el punto de que se ha cuestionado la moralidad y la integridad del autor de «Zelig». Seguramente aquellos que anteponen criterios éticos a los puramente creativos preferirían que este artículo se titulase «Delitos y faltas», y no como está encabezado recurriendo al título del musical de 1997 que homenajeaba con efervescencia las películas de Fred Astaire, pero yo prefiero sumergirme en ese mundo cínico y brillante de aristócratas en Venecia, falsarios en París y amantes abandonados en una Nueva York que, si no existiera, habría que inventarla para que pudiéramos refugiarnos de nuestra soledad en ella. Muchas gracias por todo, señor Allen.