El móvil se ha apagado antes que yo, pero al ordenador también le queda una línea de batería.
Mientras se espera al misterioso Bizarrap en el Miguel Ríos, persiste el eco de la palabra batería, sonando a contratiempo y desencadenando un leve parpadeo en mi ojo izquierdo, apenas perceptible para otro ojo humano.
Como hoy, los días de concierto se colapsa la ciudad en torno al anfiteatro.
A vista de cigüeña, caminos de hormigas ascienden desde el Metro y embotellan el acceso a cualquier lugar que suministre cerveza.
Ruge la ciudad hasta altas horas y los conductores que quieren aparcar, taponan las avenidas y los oídos.
Hoy un amigo me ha contado que Ernesto, cuyo baile de la Mané nos animó desde pequeños a tocar la orejé de nuestra parejé, vive en Rivas.
Al parecer, regenta un pub con música en directo en la calle Cincel.
Mientras me aseguro de que se ponen a cargar las baterías del móvil, la bicicleta, el coche, los auriculares y el micrófono de hacer ruidos bárbaros con los pequeños, pienso en Ernesto y en mi vieja banda. El ligerísimo parpadeo me pone nuevamente contra unas cuerdas invisibles.
El ideal de la música fue criogenizado por Elsa, la de Frozen. La crianza es difícil de compatibilizar con una banda y sus temas. La batería electrónica, con la que hago vibrar las paredes y el suelo, aguarda enchufada en modo standby ocupando gran parte del despacho, mientras mis dedos golpean otras superficies y se reencuentran con sencillos ritmos acompasados sin dificultad.
Tan solo se ha esfumado una fantasía pueril: la de tocar en un gran escenario asomado tras la trinchera de los platos, divisando una marea humana en éxtasis que corea uno de nuestros estribillos.
La masa, a estas horas, debe estar enloquecida al ritmo de Bizarrap.
Como en el final del párrafo anterior, pero con otros platos y sin mí.
Los míos están sucios junto al fregadero. Antes de subir hacia la cama, me aseguro una vez más de que toda luz se apaga.
Aprecio cada vez más las mañanas de domingo. Las ruedas de patines y bicicletas testan el asfalto del auditorio. A sus pies, el mercadillo atrae al público ripense que resolvió eludir la resaca. Los canes, seguidos de sus dueños, tiran para llegar cuanto antes al campo. Los paseantes se visten de deportistas, y los deportistas de olímpicos.
Yo pretendo tirar de mi compañero perro para llegar a la colina que hay tras el anfiteatro. Quiero, mientras husmea, sentarme junto a la mayor para imaginar el concierto desde allí. Deseo, silenciosamente, que le pique un bicho de la música. Ella, sin embargo, nos detiene a mitad de camino, fijando la vista en el cielo: “Mira papi, seguro que viene de Canarias”.
La mayor posee un manual inagotable de recursos para detener mi paso. En la página tres de ese cuaderno se encuentra, entrecomillada y rotulada en mayúsculas, la frase: puedo decir stop si nos sobrevuela un avión.