Hay una hilera de caravanas aparcadas al principio de Ramón y Cajal.
Las veo mientras pedaleo hacia el Parque del Sureste. He marchado con calma por el carril bici segregado, escuchando el eco de las protestas frente al colegio.
En Enero de este año la ciudad quedó dividida en dos. Se dividieron, exactamente, dos carriles entre dos tipos de vehículo.
El resultado de dicha operación fue una lluvia de críticas y un carril sólo para cada uno.
Luego, hubo que multiplicar por cuatro, los cinco minutos habituales de cualquier desplazamiento y elevar los episodios de ansiedad al cubo.
Aquellos primeros días, el cabreo se instaló en la mayoría absoluta de habitantes que requieren el auto. El repudio al carril bici se hizo trending topic en las barras y las esquinas de Rivas.
A las puertas de los colegios, los niños salían escupidos de los asientos traseros, mientras padres y madres aceleraban más fuerte que de costumbre. Las plazas de discapacitados frente a la puerta, eran okupadas en hora punta por la mala leche. Los delgados pivotes rojos divisorios sufrían bullying. Hubo quien empezó a tirar la basura por la ventanilla al pasar cerca de los contenedores, sin detener la marcha. En las bajadas obstruidas hacia Madrid, no cabían retretes suficientes para cagarse tantas veces en quienes, con su decisión, habían interferido nuestra rutina diaria.
El ambiente empezaba a hacerse irrespirable en la pretendida ciudad ecológica y el himno de Rivas era un Re de claxon sostenido.
La poca esperanza de ser puntuales, se desvanecía cada mañana con los operarios estrechando las arterias. En el carril bici desierto, sólo se concentraban hojas y la mayoría de los insultos. Mientras, las bicis mudas ocupaban garajes y trasteros aguardando al anticiclón.
La enésima nueva normalidad se impuso, y los hábitos se fueron renovando en la intimidad de cada hogar, como el gel hidroalcohólico o el mueble bar. Entre animales de costumbres, los cambios siempre enfrentan una gran resistencia.
Veinticinco mañanas después, un martes cualquiera, cada yogui saludó al sol quince minutos antes. La gente llegó extrañamente puntual a su puesto de trabajo. Sus jefes, para quienes resultaba impensable, pagaron el café en una terraza sin sombra. Los ecos perdieron resonancia y los conductores de autobús notaron el fresco de una cuesta
abajo en su pico de estrés.
Los charcos se secaron y la población comenzó a sacar las bicis municipales de sus anclajes. La lluvia nos ha dado un respiro, señaló el meteorólogo.
Ésta es una era en la que apenas llueve: la primavera ha resultado ser la melliza del verano, y el color de la esperanza solo se garantiza en camisetas o en alfombras de césped artificial. Los coches han vuelto a habituarse a rodar con fluidez, con el aire acondicionado prendido, sobre un firme negruzco, alquitranado y seco.
En la etapa de vuelta, me ha dado por pensar cuántas de esas caravanas se dirigirán al norte este verano. La escasez de agua al sur del planeta sugiere una huida en dirección contraria.
Al hilo de ese tema, aprieto el freno para detener el cuentakilómetros y me asomo al interior de una casita con ruedas. Tras la opacidad, se me aparece el rostro del bereber buscavidas que fue nuestro guía aquella vez.
Esa tarde habíamos experimentado algo inaudito: una lluvia torrencial en la amplitud del carril del Sahara, a lomos de un camello.
Mucho después de celebrarlo con una especie de danza y unos chupitos de vodka, Moha se sentó a nuestro lado y recitó, en el mismo castellano irregular que ahora:
«La lluvia, cuando se absenta,
es capás de secar hasta las lágrimas
de cuantos la esperan».