Se alquila un piso al final de Antonio Muñoz Molina, se vende un chalet en Pilar Miró y un ático en Juan José Millás.
Navegar visitando los inmuebles disponibles en Rivas es un ejercicio, sin duda, idealista. No me refiero a los precios. Aunque tener en Rivas una vivienda en propiedad, para alguien menor de 35 años, roza lo utópico.
Me refiero a un escritor idealista, con mujer y dos hijos, buscando un bajo con jardín entre tantas calles con nombre de escritores, directores de cine, personajes de cómic o artistas de toda índole.
Aunque un piso esté bien, me parece más complicado armonizar lo demás. Cuando el callejero semeja las baldas de una biblioteca, uno prefiere vivir en La colmena de Camilo José Cela que escribir en el remite de todas sus comunicaciones el nombre de un autor o autora cuya literatura aborrece.
Cuando finalmente el pragmatismo se impone, esa línea del remite pasa a un plano lejano. A efectos prácticos, aquel piso en la Avenida Pablo Iglesias contaba con lo necesario para nuestra unidad familiar y decidimos alquilarlo.

La comunidad era amplia, formada por cuatro bloques de cinco alturas alineados en paralelo a la avenida. Por las zonas comunes la chavalería se movía con total libertad. En verano los más mayores trasnochaban rapeando bajo los soportales, después de pasar el día en la piscina en torno al socorrista, peloteando contra el aburrimiento, enseñándose vídeos en el móvil y transitando entre el césped y el vaso.

Tres puertas permitían el acceso a la comunidad. Para mi tranquilidad mental, la puerta más al norte daba a la calle Clara Sánchez. La puerta más al sur, a Juan Carlos Onetti. Cuando salía a pasear con el perro, prefería dejarme llevar por la cuesta abajo. No en vano, de Onetti conservo un ejemplar de Juntacadáveres. De Sánchez, lo mismo que de Carmen Laforet: Nada. Me sentía más cómodo iniciando el paseo por la densidad de Onetti, sin más. Al acabar Onetti, alcanzábamos José Hierro para recorrer juntos el pasillo verde, lejos del ruido, del peligro de los volantes de los automóviles, y más cerca de su Cuaderno de Nueva York. Recuerdo que José Hierro era un poeta de cafetería. Le gustaba escribir a mano, sentado en una mesilla rodeado de gente, imagino que cerca de una cristalera, entrando y saliendo de su ensimismamiento, observando algo o a alguien, esperando que esa visión se difumine y se transforme en imagen introspectiva que su mano transformará en signos plasmados con tinta sobre papel.

Hay artistas significativos como para nombrar todas las calles del mundo. Si a alguien no le parecen admirables quienes nos han legado cultura y belleza, que levante la mano a  Larsen. Imagino más satisfactorio para cualquier jardinero mimar la flora que flanquea Miguel Hernández, o el parque Charlie Hebdo. Lo mismo para cualquier transeúnte. Cada paso que da una niña por la calle Soledad Puértolas está un paso más cerca de descubrir que Queda la noche. La Literatura es una avenida infinita a la que se puede acceder por un nombre.

Por mi parte, he vuelto a visitar las fotos de un chalet. Si se puede negociar el precio, puede que nos mudemos a unos metros de la calle y del colegio José Saramago. Todo estará más alineado en mi mente, supongo. Me sosiega pensar que Rivas te vacuna contra el “Sara Mago, esa gran escritora”. En época de poca esperanza y muchas pantallas, me niego a creer, como escuché a un tertuliano, que la juventud se esté transformando en un rebaño de influencers en prácticas.

Foto del avatar
Quique Pastor (Madrid, 1976) es un escritor de oficio, dedicado profesionalmente a la creatividad publicitaria y vecino de Rivas desde hace años. Es autor de las novelas 'El niño del Chupa Chups' (2008) y 'El tátara tátara tátara tátarabuelo' (2010) y el poemario 'Ejercicios de incomprensión' (2023). También cabe destacar sus blogs 'La raíz cuadrada de lo que soy' (2012-2013) y 'Ejercicios de incomprensión' (2014-2018), laboratorios indispensables para el desarrollo de técnicas literarias.